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estado
(s. m.) conjunto de las instituciones que gobiernan y administran un país soberano
(ver expansión semántica: Política cultural estatal)
Invento opresivo que impide que “cada uno haga lo que quiera”, según quienes siempre hicieron lo que quisieron: evadir, lavar, fugar...
Institución incómoda para quienes prefieren dejarlo todo “en manos del mercado”, salvo su sueldo, su seguridad y su jubilación.
Responsable de lo común: pavimenta, ilumina, conecta y solo se lo menciona para hablar del gasto.
Conjunto de trabajadores que garantizan salud, educación y seguridad, pero resultan sospechosos por cobrar a fin de mes y querer alimentar a sus hijos.
Arquitectura institucional que permitió convertir privilegios en derechos: educación, salud, voto, vacaciones, identidad.
Aplicado: “El Estado no sirve para nada.”
(Juan Carlos, 68 años, jubilado, se vacuna todos los años en la unidad sanitaria del barrio, todas las noches saca la basura y protesta si el camión se atrasa.)
Durante años se lo viene acusando de todo: de ineficiente, de caro, de lento, de inútil. De estar “en todos lados”, como si fuera un monstruo omnipresente. Pero cuando la cosa se pone fea —cuando el agua entra, cuando falta el plato, cuando hay que cuidar una vida o abrir una escuela—, todos lo miran a él. El Estado.
No es una palabra abstracta. No es un fantasma gris ni una ideología. Es una red de instituciones, personas y estructuras que organizan la vida pública. Es el hospital que atiende sin preguntar de qué obra social venís. El camión que junta ramas después de un temporal. El docente de escuela pública. El empleado que liquida jubilaciones. El museo que abre sus puertas un domingo. La oficina que hace trámites aburridos para que vos puedas votar.
El Estado se materializa en instituciones concretas. En hospitales y salas médicas, en museos y escuelas, en delegaciones barriales. En cuadrillas que reparan semáforos, en inspectores de tránsito, en quienes limpian las veredas y mantienen parques y plazas. En comisarías, bibliotecas, juzgados, oficinas donde se tramita desde un DNI hasta una denuncia por violencia. Esas son sus formas visibles, cotidianas. No todo lo estatal brilla, claro. Pero sin esa trama institucional, la ciudad no funciona. Y mucho menos en la emergencia, cuando se espera que la vida se sostenga sola, con buena voluntad y sin estructuras. Porque la resiliencia sin Estado no es más que abandono.
Por eso resulta urgente revisar esa narrativa que lo convierte en enemigo. Esa que dice que el Estado “no debe intervenir”, que “hay que dejar hacer al mercado”, que “el gasto público es un problema”. Porque detrás de ese discurso se esconde otra cosa: la idea de que solo vale lo que se puede pagar, que solo importa lo que da ganancia, que todo lo demás sobra.
Sí, el Estado cuesta. Y claro que se puede criticar, mejorar, exigir. Pero cuesta porque hace. Porque sostiene estructuras, proyectos, políticas. Porque garantiza algo básico: que la vida no dependa exclusivamente de tu suerte, de tu billetera o de tu apellido.
No hay libertad posible si el único que puede elegir es el que ya tiene todo resuelto.
No hay igualdad sin estructuras que la hagan viable.
No hay justicia social sin Estado. Y no hay Estado sin conciencia colectiva.
Así que, mientras algunos siguen diciendo que “el Estado es el problema”, lo cierto es que, en los momentos más difíciles, es lo único que queda.
Política cultural estatal Expansión semántica de estado.
(s. f.) Conjunto de acciones, normas y decisiones que el Estado implementa para fomentar, garantizar o regular el acceso, la producción y la circulación de bienes culturales.
Espacio donde lo institucional es lo primero que se recorta y lo último que se reconstruye.
Campo donde el Estado suele ser acusado de “ideologizar” por quienes prefieren ideologías privadas.
Lugar en el que la cultura se sostiene con lo mínimo, pero se le exige lo máximo.
Herramienta que transforma la cultura en derecho, aunque muchos prefieran que siga siendo entretenimiento.
Sistema donde las políticas culturales se miden en número de visitas, likes y seguidores, pero no en impacto real ni en pluralidad.
Aplicado:“La cultura no necesita del Estado, se banca sola.”
(Alfredo, 44 años, artista independiente. Cobra subsidios nacionales. Organiza ciclos en su sala con apoyo del Fondo Municipal de las Artes y pasantes que colaboran “por amor al arte”, pero aclara que lo suyo “es autogestión”.)
Una política cultural estatal debería ser una garantía, no una excepción. Debería cuidar aquello que no tiene precio: la memoria, la palabra, los cuerpos que bailan sin algoritmo, los libros que no se venden pero nos nombran, las ideas que todavía no se monetizan.
Pero cuando el Estado se retira, la cultura se vuelve un bien de lujo, una cuota en una plataforma, un evento sponsoreado o un flyer en redes que dice “¡viví la experiencia!” sin decir qué estamos viviendo. Se aplauden las industrias creativas, pero se olvidan las condiciones de quienes las sostienen. Se mide impacto, pero no sentido. Se habla de talento, pero no de tiempo. Y sin tiempo, no hay cultura: solo contenido.
El Eternauta arrasa en Netflix y se celebra como fenómeno argentino. Pero ese director, esos actores, esos técnicos formaron su oficio en cine, teatro y televisión pública. En festivales sostenidos por el Estado. En películas con subsidio. En salas municipales. Incluso para esta producción, sin el apoyo estatal —permisos, locaciones públicas, fondos de incentivo, operativos de tránsito— habría sido difícil filmar en las calles de Buenos Aires. Para que algo brille globalmente, antes alguien lo sostuvo localmente.
La política cultural no es neutral. Puede ser una política de derechos o una estrategia de mercado. Puede garantizar diversidad o premiar lo que ya funciona. Puede amplificar voces o licuar lo incómodo. Cuando se desfinancia, no solo se achica un presupuesto: se borra la pregunta por lo común.
Porque no se trata de financiar cultura, sino de garantizar que exista para todos. El problema no es el subsidio: es lo que se pierde cuando no está.
Una política cultural pública debería hacer justo lo que el mercado no hace: bancar lo raro, sostener lo lento, abrir lo que estaba cerrado, mostrar lo que no se ve, discutir lo que molesta. No se trata de programar la agenda perfecta, sino de construir el espacio donde muchas agendas puedan pelear por existir.
No es un decorado. Es una infraestructura del deseo colectivo. Si no hay apoyo, no hay acceso. Si no hay acceso, no hay pluralidad. Y si todo depende del algoritmo, el único patrimonio que nos queda es el trending topic.
El Estado no debería competir con Netflix ni diseñar campañas con emojis. Pero tampoco puede retirarse, cerrar oficinas, dejar los teatros sin luz, los museos sin equipos, los archivos sin personal, los barrios sin cultura. Recortar cultura no es ajustar gastos: es achicar ciudadanía. Porque el mercado no invierte en memoria, ni en poesía, ni en bibliotecas rurales.
Eso lo hace el Estado… cuando no lo vacían.
Para profundizar en serio:
Mariana Mazzucato – El Estado emprendedor
Alejandro Grimson (comp.) – Cultura y neoliberalismo
Michel de Certeau – Cultura en plural
Alessandro Baricco – Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación
Pierre Bourdieu – Sobre el Estado. Cursos en el Collège de France (1989-1992)